1. Con frecuencia leemos en relatos del evangelio que los escribas ponen trampas a Jesús, haciéndole preguntas capciosas. No parece ese el caso del escriba que se acerca hoy a Jesús, da la impresión de que va con buena voluntad: su pregunta es la pregunta del legislador que se mueve entre muchas normas y, lógicamente, quiere saber cuál la norma esencial.
Y el asunto es explicable: en el judaísmo del siglo I había 365 prohibicio-nes y 248 mandatos positivos. Si sumamos bien, nos salen 613 normas. Demasiado para estar al tanto de todo ello la gente sencilla. Se explica muy bien la pregunta del escriba: Maestro, ¿qué mandamiento es el principal y primero de todos?
Jesús, como buen judío, entiende que lo esencial, la norma clave, es el shemá, el precepto que se recogía en el libro del Deuteronomio (1ª lectura), y que dice así: Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas.
Y Jesús añade un segundo mandamiento, que estaba en el libro del Levítico (19,19): Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Y concluye: No hay mandamiento mayor que estos.
La iglesia, cada uno de nosotros discípulos del Maestro Jesús, veneramos su palabra y queremos actualizarla en nuestra vida.
¿Qué nos dice el Señor en estas expresiones del evangelio de hoy?
2. Escucha
Es el mandato de Dios. Él nos invita a abrir los oídos, a prestar atención, a estar atentos: ¡Date cuenta! ¡Despierta! ¡Fíjate!
El Señor está cerca de nosotros, en nuestro caminar diario. Él se hace presente en la historia de sus hijos. Está en el necesitado, en el empobre-cido. Su propia voz clama en el grito de mucha gente. Él es la esperanza de los que esperan y la seguridad de los débiles. Él ha visto el sufrimiento de sus hijos y ha bajado a la arena de la vida a estar con ellos, a estar con cada uno de nosotros, que lo necesitamos y lo buscamos.
¿No me doy cuenta? ¿No te das cuenta? ¡Escuchemos su voz!
Escucha, dice Dios.
3. El Señor, nuestro Dios, es el único Señor
El primer fruto de escuchar atentamente a Dios es orientarnos bien, es no desviarnos de a dónde hay que mirar, de a quién hay que seguir.
Fácilmente caemos en el error de dar la espalda al Dios único, al Señor de la vida, y ponemos nuestra confianza en otros señores: son ídolos que no satisfacen la verdadera sed; son ídolos que jamás pueden ser mi fortaleza, mi roca, mi salvación. Y el Señor Dios, como hemos recitado en el salmo, sí es mi fuerza, mi roca, mi libertador, refugio mío, mi baluarte.
4. Amarás al Señor con todo tu ser, con toda tu alma
Y si el Señor es el único Señor, mi roca y mi libertador, he de vivir con él un gozoso encuentro, el encuentro del amor, la experiencia de saberme amado por él y de amarlo con totalidad de vida.
El encuentro personal con Dios genera una relación de gratuidad y de bendición. Él nos lo ha dado todo, Él nos ha cautivado… ¿Puede haber algo mejor que vivir para Él? ¿Puede haber algo mejor que vivir como hijos de Dios?
5. Amarás a tu prójimo como a ti mismo
Y ni para Jesús ni para sus discípulos es posible una separación dicotó-mica de los dos amores: el amor a Dios y el amor al prójimo. Separar esos dos amores es una esquizofrenia, una locura: uno va de la mano del otro, porque en el “otro”, en cada persona, se hace presente Dios mismo.
Y, lo sabemos muy bien, el amor a los hermanos, el amor al prójimo, es el termómetro de nuestra relación con Dios. Si Dios nos ha amado, si nosotros amamos a Dios, Él nos transforma.
Y un discípulo transformado ya no vive para sí, sino que vive para los demás. En ese amor al prójimo uno descubre que “el otro me pertenece”, que sus alegrías son mis alegrías y sus angustias son mis angustias.
Lo esencial, por tanto, en nuestra vida, lo sabemos, es amar: saberse amado por Dios y amar a Dios y a todos los hombres y mujeres de nuestro mundo. Ama y haz lo que quieras, decía san Agustín. Viviendo en el amor de Dios respetarás al otro, te gastarás por el otro, te desvivirás para servir al otro, compartirás con el otro, harás bien al otro el trabajo que has de hacerle, serás responsable en todo, leal en todo.
- Disfrutemos y agradezcamos el amor que Dios nos tiene.
- Amémosle nosotros a Él poniéndolo como lo que es, como centro de nuestra vida.
- Y amemos a todos los hijos de Dios, nuestros hermanos, sirviéndolos en todo, entregándonos por ellos, gastándonos por ellos.
= Se lo pedimos al Señor: con su Pan y la fuerza de su Palabra, ¡podemos!
Antonio Aguilera