Acabamos de escuchar en el Evangelio:
Cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado. Y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”.
Celebramos hoy, hermanos la fiesta del Bautismo del Señor. Con esta fiesta concluimos el tiempo de Navidad. Rememorando un poquito lo celebrado en estos días, recordamos que:
- La noche del 24 al 25 vivimos el gran acontecimiento de Dios que se hizo hombre: Navidad, el Hijo de Dios puso su morada entre nosotros. Y, por medio de la voz de los ángeles, se manifestó a los pastores.
- Al día siguiente, el 26, celebramos que ese hacerse Dios hombre fue en una familia: día de la Sagrada Familia.
- Luego Epifanía: ese Dios que se hizo hombre, que vivió en una familia, que es Dios con nosotros, mediante una estrella que los guio, se manifestó a unos hombres de otros pueblos, venidos de lejos, a unos magos de Oriente, a unos hombres de ciencia, estudiosos de los astros, del universo.
Hoy, ese mismo Dios hecho hombre es manifestado como Hijo de Dios por el mismo Padre: Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco.
Vivimos, por tanto, una espléndida epifanía: el Bautismo de Jesús es una espléndida y culminante epifanía. Ya no hablan los ángeles, ni las estrellas, sino Dios mismo, el padre Dios que nos presenta, que nos manifiesta, a su Hijo.
Es la triple epifanía, la triple manifestación de Dios, de la que escribieron los Santos Padres y que nos revive la Liturgia de la Iglesia.
Efectivamente, Dios se ha manifestado
Efectivamente, Jesucristo se ha manifestado como Dios en el misterio de lo sencillo y lo cercano (a los pastores de Belén), en el misterio de la apertura a todos los pueblos (a los magos de Oriente), en el misterio de su Bautismo (donde se arranca hacia la misión salvadora que trae para todos).
Jesús vivió sus años de vida oculta en Nazaret: años de silencio, de trabajo, de relaciones normales con los vecinos; años de humildad; años de vida callada y silenciosa, 30 años.
Y escuchando la voz del profeta Juan el Bautista, escucha la voz del Padre que lo llama a iniciar su vida pública, esa vida de entrega abierta y total para todos los hombres.
Podemos imaginarlo como que Jesús se arranca de sí, de su familia, de su pueblo, de su situación de estabilidad… y se va a la gente… Y se va a donde están aquellos que buscan una vida nueva, a aquellos que buscan una conversión hacia el bien. Se va a bautizarse el Jordán.
Allí Juan está predicando un bautismo de conversión, por parte de los hombres; y un bautismo de acogida y misericordia, por parte de Dios. Y allí va Jesús porque quiere compartir esa misericordia del padre; y porque ha asumido la debilidad de nosotros los hombres: se siente Cordero cargado con los pecados del mundo.
Y allí se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo, y se oyó la voz del Padre: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”.
Jesucristo, el Hijo de Dios, el amado del Padre, el predilecto.
Jesucristo, que se arranca de sí y va a la misión que le confía el Padre.
Jesucristo, bautizado, para entregarse por completo a los demás.
Jesucristo que (nos dice la 2ª lec) ungido con la fuerza del Espíritu Santo,
pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo.
Un “hacer el bien” que, según la 1ª lectura, el profeta Isaías nos dice que es ser luz de las naciones, abrir los ojos de los ciegos, liberar a los hombres de sus cadenas…
Y todo esto para nosotros, ¿qué conlleva y de qué manera vivirlo?
Nosotros también estamos, por nuestro Bautismo, injertados en Cristo y, por tanto, ungidos con la fuerza del Espíritu Santo, del mismo Espíritu Santo.
Hemos de ir por la vida acrecentando ese estar en Cristo, ser de Cristo. Y, siendo de Cristo, ser servidores de todos los hombres, siervos de los demás.
Y hemos de hacerlo con especial gozo, siempre: nos ha elegido Dios y nos ha ungido con su Espíritu. Y con agradecimiento siempre: a alguien que nos abrió los ojos y nos hizo ver que somos hijos de Dios y estamos bautizados en su Hijo Jesucristo, a alguien que nos educó en la fe: familia, catequistas, maestros…
En la mayoría de los casos quien primeramente hizo esto fue nuestra madre. Decía el papa Francisco, en una catequesis preciosa reflexión sobre la familia: Las madres transmiten muchas veces el sentido más profundo de la práctica religiosa: en los primeros gestos que un niño aprende, está escrito el valor de la fe en la vida de un ser humano. Es un mensaje que las madres creyentes saben transmitir sin muchas explicaciones … La semilla de la fe está en aquellos primeros y preciosísimos instantes (Ángelus, 7-enero-2015).
Por tanto, con especial gozo, con agradecimiento siempre y, como nos indica hoy Isaías, siendo luz de las naciones y abriendo los ojos de los ciegos.
Antonio Aguilera